sábado, 28 de octubre de 2017

HALLOWEEN EN EL IES EL PICACHO

Desde hace varios años en nuestro país se viene celebrando la llamada noche de Halloween, una tradición que está muy arraigada en los Estados Unidos, aunque la realidad es que ya esta celebración la practicaban los celtas hace más de tres mil años. El año céltico concluía en esta fecha que coincide con el otoño, cuya característica principal es la caída de las hojas. Para ellos significaba el fin de la muerte o iniciación a una nueva vida. Cuando los pueblos celtas se cristianizaron, no todos renunciaron a las costumbres paganas. La coincidencia cronológica de la fiesta pagana con la cristiana de Todos los Santos (Halloween significa  "All hallow´s eve" expresión del inglés antiguo  que significa víspera de todos los santos) hizo que se mezclaran los elementos de ambas tradiciones llegando a la que es en la actualidad. Esta tradición fue introducida por algunos inmigrantes irlandeses en los Estados Unidos. Desde ahí se ha propagado por todo el mundo.

Nuestra particular contribución a esta celebración viene en forma de relato de terror del autor estadounidense de origen irlandés Fitz James O'Brien considerado uno de los maestros de la literatura fantástica. Os dejo con un cuento breve titulado "El chico que amaba una tumba". Como siempre, espero que os guste.


                        EL CHICO QUE AMABA UNA TUMBA



Muy lejos, allá en el corazón de un lejano país, había un viejo y solitario cementerio. Ya no se enterraba allí a los muertos, pues estaba abandonado desde hacía mucho tiempo. Su hierba crecida alimentaba ahora algunas cabras que trepaban por el muro ruinoso y vagaban por aquel triste desierto de tumbas. El camposanto estaba bordeado de sauces y cipreses sombríos y la puerta de hierro oxidado, rara vez abierta, crujía cuando el viento agitaba sus bisagras, como si algún alma perdida, condenada a vagar en ese lugar desolado, sacudiera los barrotes y se lamentara de su terrible encarcelamiento.
En ese cementerio había una tumba distinta a las demás. La lápida no tenía nombre, pero en su lugar aparecía la tosca escultura de un sol saliendo del mar. La tumba, muy pequeña y cubierta de una espesa capa de retama y ortigas, podría ser, por su tamaño, la de un niño de pocos años.
No muy lejos del viejo cementerio, vivía con sus padres un chico en una mísera casa; era un muchacho soñador, de ojos negros, que nunca jugaba con los otros  niños del barrio, pues le gustaba corretear por los campos, recostarse a la orilla del río para ver caer las hojas en el murmullo de las aguas y mecer los lirios sus blancas cabezas al compás de la corriente. No era de extrañar que su vida fuera triste y solitaria, ya que sus padres eran malas personas que bebían y discutían todo el día y toda la noche, y los ruidos de sus peleas llegaban en las tranquilas noches de verano hasta los vecinos que vivían en la aldea debajo de la colina.
El muchacho estaba aterrorizado con estas horribles disputas y su alma joven se encogía cada vez que oía los juramentos y los golpes en la pobre casa, así que solía correr por los campos en donde todo parecía tan tranquilo y tan puro, y hablar con los lirios en voz baja como si fueran sus amigos.
De este modo, llegó a frecuentar el viejo cementerio y empezó a caminar entre las lápidas semienterradas, deletreando los nombres de las personas que habían partido de la tierra años y años atrás.
Sin embargo, la pequeña tumba sin nombre y olvidada le atrajo más que todas las demás. La extraña y misteriosa imagen de la salida del sol sobre el mar le producía asombro, y así, fuera de día o de noche, cuando la furia de sus padres lo arrojaba de su casa, solía dirigirse allí, sentarse sobre la espesa hierba y pensar quién podría estar enterrado debajo de ella.
Con el tiempo su amor por la pequeña tumba creció tanto que la adornó según su gusto infantil. Arrancó las retamas, las ortigas y la maleza que crecían sombrías sobre ella, y recortó la hierba hasta que empezó a crecer espesa y suave como la alfombra de los cielos. Después trajo prímulas de los verdes campos, flores blancas de espino, rojas amapolas de los maizales, campanillas azules del corazón del bosque, y las plantó alrededor y raspó el musgo que cubría toda la tumba hasta dejarla como si fuera la de una hermosa hada.
Entonces quedó muy satisfecho. Durante los largos días de verano, se tendía sobre la tumba, abrazando el hinchado montículo, mientras que el suave viento jugaba a su alrededor y tímidamente acariciaba sus cabellos. Del otro lado de la colina le  llegaban los gritos de los chicos de la aldea jugando; a veces alguno de ellos venía y le proponía participar en sus juegos, pero él lo miraba con sus tranquilos ojos negros y le respondía gentilmente que no; el muchacho, impresionado, se iba en silencio y susurraba con sus compañeros sobre el chico que amaba una tumba.
Era cierto, él amaba aquel cementerio más que cualquier juego. Se sentía muy a gusto con la quietud del lugar, el aroma de las flores silvestres y los rayos dorados cayendo entre los árboles y jugueteando sobre la hierba. Permanecía horas recostado boca arriba contemplando el cielo de verano, mirando navegar las nubes blancas y preguntándose si serían las almas de las buenas personas camino del hogar celestial. Pero cuando las nubes negras de la tormenta se acercaban llenas de lágrimas apasionadas y reventaban con ruido y fuego, pensaba en su casa y en sus malos padres y se dirigía a la tumba y recostaba su mejilla contra ella como si fuera su hermano mayor.
Así fue pasando el verano hasta convertirse en otoño. Los árboles estaban tristes y temblaban  al acercarse el tiempo en que el viento feroz les arrebataría sus capas, y las lluvias y las tormentas golpearían sus miembros desnudos. Las prímulas se pusieron pálidas y se marchitaron, pero en sus últimos momentos parecieron mirar sonrientes al chico como diciendo: "No llores por nosotros, regresaremos de nuevo el año que viene". Pero la tristeza de la temporada lo invadió mientras se acercaba el invierno, y a menudo mojaba la pequeña tumba con sus lágrimas y besaba la piedra gris como uno besaría a un amigo que está a punto de partir.
Una tarde, hacia el final del otoño, cuando el bosque estaba marrón y sombrío, y el viento sobre la colina parecía aullar amenazador, el chico, sentado junto a la tumba, oyó chirriar la vieja puerta al girar sobre sus oxidados goznes, y mirando por encima de la lápida vio acercarse una extraña procesión. Eran cinco hombres: dos llevaban lo que parecía ser una caja larga cubierta con un paño negro, otros dos llevaban picas en las manos y el quinto, un hombre alto de rostro consternado, envuelto en una capa larga, caminaba al frente. Cuando el chico vio andar a estos hombres de un lado a otro por el cementerio, tropezando con lápidas medio enterradas o parándose a examinar las inscripciones semiborradas, su corazón casi dejó de latir y se encogió, lleno de terror, detrás de la piedra gris.
Los hombres caminaban de un lado a otro, con el hombre alto en cabeza, buscando concienzudamente entre la hierba y de vez en cuando se detenían para consultar entre ellos. Finalmente el hombre que los dirigía encontró la pequeña tumba y, agachándose, se puso a mirar la lápida. La luna acababa de levantarse y su luz bañaba la peculiar escultura del sol saliendo del mar. Entonces hizo señas a sus compañeros. "La encontré -dijo-, es aquí". Los demás se acercaron y los cinco hombres quedaron parados contemplando la tumba. El pequeño, detrás de la piedra, apenas respiraba.
Los dos hombres que llevaban la caja la apoyaron en la hierba, quitaron el paño negro y el chico vio entonces un pequeño ataúd de ébano brillante con adornos plateados y en la cubierta, labrada también en plata, la escultura familiar de un sol saliendo del mar.
"Ahora, ¡a trabajar!" dijo el hombre alto y, al momento, los dos que llevaban picas y palas se pusieron a cavar en la pequeña tumba. El chico pensó que se le rompería el corazón y ya no pudo contenerse, se arrojó sobre el montículo y exclamó sollozando:
"¡Oh, señor! ¡No toquen mi pequeña tumba! ¡Es lo único querido que tengo en el mundo! No la toquen, pues todo el día me recuesto aquí y la abrazo, y es como si fuera mi hermano. La cuido y mantengo la hierba cortita y gruesa,  y le prometo que, si me la dejan, el año que viene plantaré aquí las más bellas flores de la colina."
"¡Calla, hijo, no seas tonto!", respondió el hombre de rostro serio. "Es una tarea sagrada la que debo realizar; el que yace aquí era un chico como tú, pero de sangre real, y sus antepasados vivían en palacios. No es apropiado que sus huesos reposen en un terreno común y abandonado. Del otro lado del mar los espera un lujoso mausoleo, y he venido a llevarlos conmigo para depositarlos en bóvedas de pórfido y mármol. Por favor -dijo a los hombres-. apártenlo y sigan con su trabajo."
Los hombres separaron al chico, lo dejaron cerca sobre la hierba sollozando como si se le rompiera el corazón, y cavaron en la tumba. El chico, a través de sus lágrimas, vio cómo juntaban los blancos huesos y los ponían en el ataúd de ébano; oyó cerrarse la tapa de la caja y vio cómo las palas volvían a poner la tierra negra en la tumba vacía, y se sintió robado. Los hombre levantaron el ataúd y se fueron por donde habían venido. El portón chirrió una vez más sobre sus goznes y el chico quedó solo.
Regresó a su casa en silencio y sin lágrimas, pálido como un fantasma. Cuando se acostó en la cama llamó a su padre y le dijo que iba a morir. Le pidió que lo enterraran en la pequeña tumba que tenía una lápida gris con un sol naciendo del mar esculpido sobre ella. El padre se rio y le dijo que se durmiera; pero cuando llegó la mañana el niño estaba muerto.

Lo enterraron en donde él había deseado y cuando el césped estuvo alisado y el cortejo fúnebre se retiró, esa noche apareció una nueva estrella en el cielo mirando la pequeña tumba.




martes, 3 de octubre de 2017

CUESTIÓN DE PERCEPCIÓN

Las personas somos seres sociales y por ello necesitamos vivir en contacto con otros seres humanos. La convivencia entre personas, no siempre resulta fácil y/o agradable, a veces, supone un verdadero esfuerzo defender nuestros argumentos sin pretender que nuestros semejantes los compartan o apoyen. El panorama social que nos toca vivir en la actualidad requiere, a mi juicio, de una tremenda dosis de empatía, de generosidad,  de ser capaces de ponernos en "los zapatos del otro". Para lograr una convivencia pacífica debemos abogar por la vía del diálogo cuya finalidad debe ser comprender a nuestros semejantes. Esto puesto sobre el papel parece sencillo, pero cuando dos posturas se enfrentan surgen otros muchos intereses adicionales a la causa que, desvirtúan el problema inicial. Para reflexionar un poco sobre todo esto, os traigo un viejo cuento de la India que ilustra de manera clara y sencilla qué es lo que está pasando actualmente en nuestro país a nivel político. Ojalá fuéramos capaces de solucionar las diferencias que nos separan mirando a la vida con la sencillez con la que lo hacen los niños. Como siempre, espero que os guste.


                     EL ELEFANTE Y LOS SABIOS



Érase una vez seis hombres sabios que vivían en una pequeña aldea. Los seis sabios eran ciegos. Un día alguien llevó un elefante a la aldea. Los seis sabios buscaban la manera de saber cómo era un elefante, ya que no lo podían ver.
-Ya lo sé,-dijo uno de ellos- ¡Palpémoslo!
-Buena idea,-dijeron los demás-. Ahora sabremos cómo es un elefante.
Así, los seis sabios fueron a "ver" al elefante.
El primero palpó una de las grandes orejas del elefante. La tocaba lentamente hacia adelante y hacia atrás.
-El elefante es como un gran abanico,-gritó el primer hombre.
El segundo tanteó las patas del elefante.
-Es como un árbol,-exclamó.
-Ambos estáis equivocados,-dijo el tercer hombre-. El elefante es como una soga.(Éste había examinado la cola).
Justamente entonces el cuarto hombre que examinaba los finos colmillos, habló:
-El elefante es como una lanza.
-No, no,-gritó el quinto hombre-. Es como un alto muro.(Había estado palpando el costado del elefante).
El sexto hombre tenía cogida la trompa del elefante.
-Estáis todos equivocados,-dijo-. El elefante es como una serpiente.
-No, no, como una soga.
-Serpiente.
-Un muro.
-Estáis equivocados.
-Estoy en lo cierto.
Los seis hombres se ensalzaron en una interminable discusión durante horas sin ponerse de acuerdo sobre cómo era el elefante.





domingo, 24 de septiembre de 2017

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Hoy os quiero hablar de Gabriel García Márquez, periodista y narrador colombiano Premio Nobel de Literatura, figura destacada de las letras hispanoamericanas. Entre sus obras más conocidas  nos encontramos: El coronel no tiene quien le escriba (1961) Cien años de soledad (1967) o Crónica de una muerte anunciada (1981). El relato que os traigo esta vez pertenece a una serie de cuentos comprendidos en su obra La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Espero que lo disfrutéis.




           EL AHOGADO MÁS HERMOSO DEL MUNDO

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales se sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los pocos muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A mediodía que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesterosa de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.
No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinados por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un buen pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido  de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría  tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces  del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño  en el trabajo que hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
-Tiene cara de llamarse Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre las flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión, cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con  los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar por la vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían  no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron  las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, alentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más valido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
-¡Bendito sea Dios-suspiraron-:es nuestro!
Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharle una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias, y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta indolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamaya en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galeón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.
Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más,  hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros  se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a la distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por  la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez e la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad  de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que en los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas, miren allá donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde  girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.












domingo, 10 de septiembre de 2017

MUJERES POETAS

Hoy os quiero hablar de algunas de las mujeres poetas que han dejado y siguen haciéndolo un importante legado en la lírica universal:



Alejandra Pizarnik: Poeta argentina nacida en Buenos Aires en 1936. Obtuvo su título en Filosofía y Letras por la Universidad de Buenos Aires, posteriormente viajó a París  donde estudió Literatura Francesa en La Sorbona. Trabajó en el campo literario colaborando en varios diarios y revistas con sus poemas y traducciones de Artaud y Cesairé, entre otros. Su obra poética está representada en las siguientes obras: "La tierra más ajena", "La última inocencia", "Las aventuras perdidas", "Árbol de diana", "Los trabajos y las noches", "Extracción de la piedra de locura", "El infierno musical", "Textos de sombras y últimos poemas". Alejandra Pizarnik falleció en 1972 como consecuencia de una profunda depresión.




CENIZAS

La noche se astilló de estrellas
mirándome alucinada
el aire arroja odio
embelleció su rostro
con música.

Pronto nos iremos                                                            

Arcano sueño
antepasado de mi sonrisa
el mundo está demacrado
y hay candado pero no llaves
y hay pavor pero no lágrimas.

¿Qué haré conmigo?

Porque a Ti te debo lo que soy

Pero no tengo mañana

Porque a Ti te...

La noche sufre.



Gloria Fuertes es uno de los referentes de la literatura infantil española del siglo XX. Nació en Madrid  en 1917. En 1939 escribe su primer relato para niños y lo envía al semanario Maravillas, donde es publicado y donde entrará a trabajar durante diez años. Durante ese periodo publica muchos  cuentos. En 1950 publica su primer poemario: Isla Ignorada. En 1955 obtiene un puesto de bibliotecaria en el Instituto Internacional de Madrid. Consigue en 1961 una beca Fullbright para dar clases de literatura española del siglo XX en Pennsylvania durante tres años, sería la primera vez que Gloria Fuertes pisa una universidad. Publica montones de obras para niños y libros de poemas. En los años setenta trabaja en varios programas de Televisión Española. Murió a finales de 1998 víctima de un cáncer de pulmón.



A VECES QUIERO PREGUNTARTE COSAS...

A veces quiero preguntarte cosas,
y me intimidas tú con la mirada,
y retorno al silencio contagiada
del tímido perfume de tus rosas.
                                                                                       
A veces quise no soñar contigo,
y cuanto más quería más soñaba,
por tus versos que yo saboreaba,
tú el rico de poemas, yo el mendigo.

Pero yo no adivino lo que invento,
y nunca inventaré lo que adivino
del nombre esclavo de mi pensamiento.

Adivino que no soy tu contento,
que a veces me recuerdas, imagino,
y al írtelo a decir mi voz no siento.          


Gioconda Belli nació en Managua (Nicaragua) en 1948. Obtuvo una diplomatura en Publicidad y Periodismo en Filadelfia, Estados Unidos. Sus poemas aparecieron por primera vez en 1970 En el semanario cultural del diario La Prensa de su país. Su poesía es considerada revolucionaria por su manera de abordar el cuerpo y la sensualidad femenina .Con su libro "Sobre la grama" ganó en 1972 el premio más prestigioso de poesía de su país. Es el primero de una extensa lista de reconocimientos que obtiene por su no menos amplia obra literaria.


QUEBRÁ LA LUNA

Quebrá la luna entre tus manos,
hacela pedazos
y úntate de su polvo fino y negro.

Protejámonos de los símbolos
y de los sueños,                                                                    
cubrámonos de las frustraciones
con una costra dura de realidad.

Aceptemos el día como día
y la noche como noche,
pasando por el tiempo
con la espalda recta y los ojos secos;
porque la mente no es dueña de la vida
y los deseos no son las leyes:
hay que acatar la moral y el orden,
revestirnos de una sonrisa de bolsillo,
apretarnos el corazón en un puño
y aceptar el sacrificio.

jueves, 31 de agosto de 2017

UNA LEYENDA DE BÉCQUER


Hoy os voy a hablar del poeta más representativo del romanticismo español Gustavo Adolfo Bécquer
y sus Cartas desde mi celda. Se trata de una colección de nueve artículos periodísticos en forma de cartas literarias, que el poeta sevillano escribió en 1864 mientras descansaba en el monasterio de Veruela. El escritor buscaba la tranquilidad para restablecer su salud y eligió este lugar cerca del Moncayo para recluirse. Las Cartas describen paisajes, personajes y ambientes que fue observando durante su estancia. Esta vez nos detendremos en la leyenda de la tía Casca que fue un personaje del siglo XIX y su historia y su leyenda, continúa aterrando a más de uno.
La tía Casca procedía de una estirpe de brujas maléficas que vivía n la localidad de Trasmoz(Zaragoza) desde los tiempos de la invasión árabe. La bruja hablaba en latín y otras lenguas desconocidas sin haber ido a la escuela, podía envenenar las aguas del río para matar a los animales echar mal de ojo a niños y mayores . Los vecinos la acusaron de tener hechizados a muchos lugareños y la persiguieron para lincharla detrás del castillo del municipio, la despeñaron intentando acabar con ella para siempre, pero no consiguieron su propósito. La leyenda de la tía Casca acababa de comenzar.


Queridos amigos:


Hará cosa de dos o tres años, tal vez leerían ustedes en los periódicos de Zaragoza la relación de un crimen que tuvo lugar en uno de los pueblecillos de estos contornos. Tratábase del asesinato de una pobre vieja a quien sus convecinos acusaban de bruja. Últimamente, y por una coincidencia extraña, he tenido ocasión de conocer los detalles y la historia circunstanciada de un hecho que se comprende apenas en mitad de un siglo tan despreocupado como el nuestro.
Ya estaba para acabar el día. El cielo, que desde el amanecer se mantuvo cubierto y nebuloso, comenzaba a ensombrecerse a medida que el sol, que antes transparentaba su luz a través de las nieblas, iba debilitándose, cuando, con la esperanza de ver su famoso castillo como término y remate de mi artística expedición, dejé a Litago para encaminarme a Trasmoz, pueblo del que me separaba una distancia de tres cuartos de hora por el camino más corto. Como de costumbre, y exponiéndome, a trueque de examinar a mi gusto los parajes más ásperos y accidentados, a las fatigas y la incomodidad de perder el camino por entre aquellas zarzas y peñascales, tomé el más difícil, el más dudoso y más largo, y lo perdí, en efecto, a pesar de las minuciosas instrucciones de que me pertreché a la salida del lugar.
Ya enzarzado en lo más espeso y fragoso del monte, llevando del diestro la caballería por entre sendas casi impracticables, ora por las cumbres para descubrir la salida del laberinto, ora por las honduras con la idea de cortar terreno, anduve vagando al azar un buen espacio de tarde, hasta que, por último, en el fondo de una cortadura tropecé a un pastor, el cual abrevaba su ganado en el riachuelo, que, después de deslizarse sobre un cauce de piedras de mil colores, salta y se retuerce allí con un ruido particular que se oye a gran distancia, en medio del profundo silencio de la naturaleza, que en aquel punto y a aquella hora parece muda o dormida.
Pregunté al pastor el camino del pueblo, el cual, según mis cuentas, no debía distar mucho del sitio en que nos encontrábamos, pues, aunque sin senda fija, yo había procurado adelantar siempre en la dirección en que me dijeron hallarse. Satisfizo el buen hombre  mi pregunta lo mejor que pudo, y ya me disponía a proseguir mi azarosa jornada, subiendo con pies y manos y tirando de  la caballería como Dios me daba a entender, por entre unos pedruscos erizados de matorrales y puntas, cuando el pastor, que me veía subir desde lejos, me dio una gran voz advirtiéndome que no tomara la senda de la tía Casca si quería llegar sano y salvo a la cumbre.
La verdad era que el camino, que equivocadamente había tomado, se hacía cada vez más áspero y difícil, y que por una parte la sombra que ya arrojaban las altísimas rocas, que parecían suspendidas sobre mi cabeza, y por otra parte el ruido vertiginoso del agua que corría profunda a mis pies, y de la que comenzaba  a elevarse una niebla inquieta y azul, que se extendía por la cortadura, borrando los objetos y los colores, todo parecía contribuir a turbar la vista y conmover el ánimo con una sensación de penoso malestar, a que vulgarmente podría llamarse preludio del miedo. Volví pies atrás, bajé de nuevo hasta donde se encontraba el pastor, y mientras seguíamos juntos por una trocha que se dirigía
al pueblo, adonde también iba a pasar la noche mi improvisado guía, no pude menos de preguntarle con alguna insistencia por qué, aparte de las dificultades que ofrecía el ascenso, era tan peligroso subir a la cumbre por la senda que llamó de la tía Casca.
-Porque antes de terminar la senda- me dijo con el tono más natural del mundo- tendríais que costear el precipicio a que cayó la maldita bruja que le da su nombre, y en el cual se cuenta que anda penando el alma, que, después de dejar el cuerpo, ni Dios ni el diablo han querido para suya.
-¡Hola!-exclamé entonces como sorprendido, aunque, a decir verdad, ya me esperaba una contestación de esta o parecida clase.- Y ¿en qué  diantres se entretiene el alma de esa pobre vieja por estos andurriales?
-En acosar y perseguir a los infelices pastores que se arriesgan por esa parte de monte, ya haciendo ruido entre las matas, como si fuese un lobo, ya dando quejidos lastimeros como de criatura o acurrucándose en las quiebras de las rocas que están en el fondo del precipicio, desde donde llama con su mano amarilla y seca a los que van por el borde, les clava la mirada de sus ojos de búho y cuando el vértigo comienza a desvanecer su cabeza da un gran salto, se les agarra a los pies y pugna hasta despeñarlos en la sima. ¡Ah maldita bruja!-exclamó después de un momento, y tendiendo el puño crispado hacia las rocas, como amenazándola-. ¡Ah maldita bruja, muchas hiciste en vida, y ni aun muerta hemos logrado que nos dejes en paz; pero no haya cuidado, que a ti y a tu endiablada raza de hechiceras os hemos de aplastar una a una, como a víboras!
-Por lo que veo -insistí, después que hubo concluido su extravagante imprecación-, está usted muy al corriente de las fechorías de esa mujer. Por ventura,  ¿alcanzó usted a conocerla? Porque no me parece de tanta edad como para haber vivido en el tiempo en que las brujas andaban todavía por el mundo. Al oír estas palabras el pastor, que caminaba delante de mi para mostrarme la senda, se detuvo un poco, y fijando en los míos sus asombrados ojos, como para conocer si me burlaba, exclamó con un acento de buena fe pasmoso:

-Qué, ¿no le parezco a usted de edad bastante para haberla conocido?
Pues, ¿ y si yo le dijera que no hace aún tres años cabales que con estos mismos ojos, que se ha de comer la tierra, la vi caer por lo alto de ese derrumbadero, dejando en cada uno de los peñascos y de las zarzas un jirón de vestido o de carne, hasta que llegó al fondo, donde se quedó aplastada como un sapo que se coge debajo del pie?
-Entonces -respondí asombrado a mi vez de la credulidad de aquel pobre hombre- daré crédito a lo que usted dice, sin objetar palabra, aunque a mí se me había figurado -añadí, recalcando estas últimas frases para ver el efecto que le hacían- que todo eso de las brujas y los hechizos no eran sino antiguas y absurdas patrañas de las aldeas.
-Eso dicen los señores de la ciudad, porque a ellos no les molestan, y, fundados en que todo es puro cuento, echaron a presidio a algunos de los infelices que nos hicieron un bien de caridad a la gente del Somontano despeñado a esa mala mujer.
-¿Conque no cayó casualmente ella, sino que la hicieron rodar, que quieras que no? ¡A ver, a ver!
Cuénteme usted cómo pasó eso, porque debe ser curioso -añadí, mostrando toda la credulidad y el asombro suficiente para que el buen hombre no maliciase que sólo quería distraerme un rato oyendo sus sandeces; pues es de advertir que hasta que no me refirió los pormenores del suceso no hice memoria de que, en efecto, yo había leído en los periódicos de provincia una cosa semejante.
El pastor, convencido por las muestras de interés con que me disponía a escuchar su relato de que yo no era uno de esos señores de la ciudad dispuesto a tratar de majaderías su historia, levantó la mano en dirección a uno de los picachos de la cumbe, y comenzó así señalándome una de las rocas que se destacaba oscura e imponente sobre el fondo gris del cielo, que el sol, al ponerse tras las nubes, teñía de algunos cambiantes rojizos.
-¿Ve usted aquel cabezo alto, que parece cortado a pico y por entre cuyas peñas crecen las aliagas y los zarzales? Me parece que sucedió ayer. Yo estaba algunos doscientos pasos camino atrás de donde nos encontramos en este momento: próximamente sería la misma hora, cuando creí escuchar unos alaridos distantes y llantos e imprecaciones que se entremezclaban con voces varoniles y coléricas, que ya se oían por un lado, ya por otro, como de pastores que persiguen un lobo por entre los zarzales. El sol, según digo, estaba al ponerse, y por detrás de la altura se descubría un jirón del cielo, rojo y encendido como la grana, sobre el que vi aparecer alta, seca y haraposa, semejante a un esqueleto que se escapa de su fosa, envuelto aún en los jirones del sudario, una vieja horrible, en la que conocí a la tía Casca. La tía Casca era famosa en todos estos contornos, y me bastó distinguir sus greñas blancuzcas que se enredaban alrededor de su frente como culebras, sus formas extravagantes, su cuerpo encorvado y sus brazos disformes, que se destacaban angulosos y oscuros sobre el fondo del fuego del horizonte, para reconocer en ella a la bruja de Trasmoz. Al llegar ésta al borde del precipicio se detuvo un instante, sin saber qué partido tomar. Las voces de los que parecían perseguirla sonaban cada vez más cerca, y de cuando en cuando la veía hacer una contorsión, encogerse o dar un brinco para evitar los cantazos que le arrojaban. Sin duda, no traía el bote de sus endiablados untos, porque, a traerlo, seguro que habría atravesado al vuelo la cortadura, dejando a sus perseguidores burlados y jadeantes como lebreles que pierden la pista. ¡Dios no lo quiso así, permitiendo que de una vez pagara todas sus maldades!

"Llegaron los mozos que venían en su seguimiento, y la cumbre se coronó de gentes, estos con piedras en las manos, aquellos con garrotes, los de más allá con cuchillos. Entonces comenzó una cosa horrible. La vieja, ¡maldita hipocritona!, viéndose sin huida, se arrojó al suelo, se arrastró por la tierra besando los pies de los unos, abrazándose a las rodillas de los otros, implorando en su ayuda a la Virgen y a los santos, cuyos nombres sonaban en su condenada boca como una blasfemia; pero los mozos así  hacían caso de sus lamentos como yo de la lluvia cuando estoy bajo techado. "Yo soy una pobre vieja que no ha hecho daño a nadie; no tengo hijos ni parientes que me vengan a amparar. ¡Perdonadme, tened compasión de mí!", aullaba la bruja, y uno de los mozos, que con la una mano la había asido de las greñas mientras tenía en la otra la navaja, que procuraba abrir con los dientes, le contestaba rugiendo de cólera:
"¡Ah bruja de Lucifer, ya es tarde para lamentaciones, ya te conocemos todos!" "¡Tú hiciste un mal a mi mulo, que desde entonces no quiso probar bocado y murió de hambre, dejándome en la miseria!", decía uno. "¡Tú has hecho mal de ojo a mi hijo y lo sacas de la cuna y lo azotas por las noches!", añadía el otro, y cada cual exclamaba por su lado: "¡Tú has echado una suerte a mi hermana!" "¡Tú has ligado a mi novia!" "¡Tú has emponzoñado la hierba!" "¡Tú has embrujado al pueblo entero!" Yo permanecí inmóvil en el mismo punto en que me había sorprendido aquel clamoreo infernal, y no acertaba a mover pie ni mano, pendiente del resultado de aquella lucha. La voz de la tía Casca, aguda y estridente, dominaba el tumulto de todas las otras voces que se reunían para acusarla, dándole en rostro con sus delitos, y siempre gimiendo, siempre sollozando, seguía poniendo a Dios y a los santos patronos del lugar por sus testigos de su inocencia. Por último, viendo perdida toda esperanza, pidió como última merced que la dejasen un instante implorar del Cielo, antes de morir, el perdón de sus culpas, y, de rodillas al borde de la cortadura como estaba, la vieja inclinó la cabeza, juntó las manos y comenzó a murmurar entre dientes qué sé yo qué imprecaciones ininteligibles; palabras que yo no podía oír por la distancia que me separaba de ella, pero que ni los mismos que estaban a su lado lograron entender. Unos aseguran que hablaba en latín; otros, que en una lengua salvaje y desconocida no faltando quien pudo comprender que, en efecto,  rezaba, aunque diciendo las oraciones al revés, como es costumbre de estas malas mujeres.
En este punto se detuvo el pastor un momento, tendió a su alrededor una mirada y prosiguió así:

-¿Siente usted este profundo silencio que reina en todo el monte, que no suena un guijarro, que no se mueve una hoja, que el aire está inmóvil, y pesa sobre los hombros y parece que aplasta? ¿Ve usted esos jirones de niebla oscura que se deslizan poco a poco a lo largo de la inmensa pendiente del Moncayo, como si sus cavidades no bastaran a contenerlos? ¿Los ve usted cómo se adelantan, mudos y con lentitud, como una legión aérea que se mueve por un impulso invisible? El mismo silencio de muerte había entonces, el mismo aspecto extraño y temeroso ofrecía la niebla de la tarde, arremolinada en las lejanas cumbres, todo el tiempo que duró aquella suspensión angustiosa. Yo, lo confieso con toda franqueza: llegué a tener miedo. ¿Quién sabía si la bruja aprovechaba aquellos instantes para hacer uno de esos terribles conjuros que sacan  a los muertos de sus sepulturas, estremecen el fondo de los abismos y traen a la superficie de la tierra, obedientes a sus imprecaciones, hasta a los más rebeldes espíritus infernales? La vieja rezaba, rezaba sin parar; los mozos permanecían en tanto inmóviles, cual si estuviesen encadenados por un sortilegio, y las nieblas oscuras seguían avanzando y envolviendo las peñas en derredor de las cuales fingían mil figuras extrañas, como de monstruos deformes, cocodrilos rojos y negros, bultos colosales de mujeres envueltas en paños blancos y listas largas de vapor, que, heridas por la última luz del crepúsculo, semejaban inmensas serpientes de colores. Fija la mirada en aquel fantástico ejército de nubes que parecían correr al asalto de la peña sobre cuyo pico iba a morir la bruja , yo estaba esperando por instantes cuándo se abrían sus senos para abortar a la diabólica multitud de espíritus malignos, comenzando una lucha horrible al borde del derrumbadero entre los que estaban allí para hacer justicia en la bruja y los demonios que, en pago de sus muchos servicios, vinieran a ayudarla en aquel amargo trance.

-Y, por fin -exclamé interrumpiendo el animado cuento de mi interlocutor e impaciente ya por conocer el desenlace-, ¿en qué acabó todo ello? ¿Mataron a la vieja? Porque yo creo que por muchos conjuros que recitara la bruja y muchas señales que usted viese en la nubes y en cuanto le rodeaba, los espíritus malignos se mantendrían quietecitos, cada cual en su agujero, sin mezclarse para nada en las cosas de la Tierra. ¿No es así?
-Así fue, en efecto. Bien porque en su turbación la bruja no acertara con la fórmula, o, lo que yo más creo, por ser viernes, día en que murió Nuestro Señor Jesucristo, y no haber acabado aún las vísperas, durante las que los malos no tienen poder alguno, ello es que, viendo que no concluía nunca con su endiablada monserga, un mozo le dijo que acabase, y, levantando en alto el cuchillo, se dispuso a herirla. La vieja, entonces, tan humilde, tan hipocritona hasta aquel punto, se puso de pie con un movimiento tan rápido como el de una culebra enroscada a la que se pisa y despliega sus anillos, irguiéndose llena de cólera:"¡Oh, no; no quiero morir, no quiero morir! -decía-. ¡Dejadme, dejadme, u os morderé las manos con que me sujetáis!" Pero aún no había pronunciado estas palabras, abalanzándose a sus perseguidores, fuera de sí, con las greñas sueltas, los ojos inyectados en sangre y la hedionda boca entreabierta y llena de espuma, cuando la oí arrojar un alarido espantoso, llevarse por dos o tres veces las manos al costado con grande precipitación, mirárselas y volvérselas a mirar maquinalmente, y, por último, dando tres o cuatro pasos vacilantes, como si estuviese borracha, la vimos caer al derrumbadero. Uno de los mozos, a quien la bruja hechizó una hermana, la más hermosa, la más buena del lugar, la había herido de muerte en el momento en que sintió que le clavaba en el brazo sus dientes negros y puntiagudos. Pero ¿cree usted que acabó ahí la cosa? Nada menos que eso. La vieja de Lucifer tenía siete vidas como los gatos. Cayó por el derrumbadero donde cualquiera otro que se resbalase un pie no pararía hasta lo más hondo, y ella, sin embargo, tal vez porque el diablo le paró el golpe o porque los harapos de las sayas la enredaron en los zarzales, quedó suspendida de uno de los picos que erizan la cortadura, barajando y retorciéndose allí como un reptil colgando por la cola .¡Dios! ¡Cómo blasfemaba! ¡Qué imprecaciones tan horribles salían de su boca! Se estremecían las carnes y se ponían de punta los cabellos sólo de oírla. Los mozos seguían desde lo alto todas sus grotescas evoluciones esperando el instante en que se desgarraría el último jirón de la saya a que estaba sujeta y rodaría, dando tumbos de pico en pico, hasta el fondo del barranco; pero ella, con el ansia de la muerte y sin cesar de proferir, ora horribles blasfemias, ora palabras santas mezcladas de maldiciones, se enroscaba en derredor de los matorrales. Sus dedos largos, huesosos y sangrientos se agarraban como tenazas a las hendiduras de las rocas, de modo que, ayudándose de las rodillas, de los dientes, de los pies y de las manos, quizás hubiese conseguido subir hasta el borde si algunos de los que la contemplaban, y que llegaron a temerlo así, no hubiesen levantado en alto una piedra gruesa, con la que le dieron tal cantazo en el pecho, que piedra y bruja bajaron a la vez saltando de escalón en escalón por entre aquellas puntas calcáreas, afiladas como cuchillos, hasta dar, por último, en ese arroyo que se ve en lo mas profundo del valle.
"Una vez allí, la bruja permaneció un largo rato inmóvil, con la cara hundida entre el légamo y el fango del arroyo, que corría enrojecido con la sangre; después, poco a poco, comenzó como a volver en sí y a agitarse convulsivamente. El agua cenagosa y sangrienta saltaba en derredor batida por sus manos, que de vez en cuando se levantaban en el aire crispadas y horribles, no sé si implorando piedad o amenazando aún en las últimas ansias".

"Así estuvo algún tiempo, removiéndose y queriendo inútilmente sacar la cabeza fuera de la corriente, buscando un poco de aire, hasta que, al fin, se desplomó muerta, muerta del todo. pues los que la habíamos visto caer y  conocíamos de lo que es capaz una hechicera tan astuta como la tía Casca no apartamos de ella los ojos hasta que, completamente entrada la noche, la oscuridad nos impidió distinguirla, y en todo este tiempo no movió pie ni mano, de modo que si la herida y los golpes no fueron bastantes a acabarla, es seguro que se ahogó en el riachuelo, cuyas aguas tantas veces había embrujado en vida para hacer morir nuestras reses. "¡Quien en mal anda, en mal acaba!", exclamamos después de mirar una última vez al fondo oscuro del despeñadero, y, santiguándonos santamente y pidiendo a Dios nos ayudase en todas las ocasiones como en aquella, contra el diablo y los suyos, emprendimos con bastante despacio la vuelta al pueblo, en cuya desvencijada torre las campanas llamaban a la oración a los vecinos devotos.
Cuando el pastor terminó su relato llegábamos precisamente a la cumbre más cercana al pueblo, desde donde se ofreció a mi vista el castillo oscuro e imponente, con su alta torre del homenaje, de la que sólo queda en pie un lienzo de muro con dos saeteras que transparentaban la luz y parecían los ojos de un fantasma. En aquel castillo, que tiene por cimiento la pizarra negra de que está formado el monte, y cuyas vetustas murallas, hechas de pedruscos enormes, parecen obra de titanes, es fama que las brujas de los contornos tienen sus nocturnos conciliábulos.
La noche había cerrado ya, sombría y nebulosa. La luna se dejaba ver a intervalos por ente los jirones de las nubes que volaban en derredor nuestro, rozando casi con la tierra, y las campanas de Trasmoz dejaban oír lentamente el toque de oraciones, como al final de la horrible historia que me acababan de referir.
Ahora que estoy en mi celda, tranquilo, escribiendo para ustedes la relación de estas impresiones extrañas, no puedo menos de maravillarme y dolerme de que las viejas supersticiones tengan todavía las hondas raíces entre las gentes de las aldeas, que den lugar a sucesos semejantes; pero ¿por qué no he de confesarlo?, sonándome aún las últimas palabras de aquella temerosa relación; teniendo junto a mí a aquel hombre que tan de buena fe imploraba la protección divina para llevar a cabo crímenes espantosos; viendo a mis pies el abismo negro y profundo en donde se revolvía el agua entre las tinieblas, imitando gemidos y lamentos, y en lontananza el castillo el castillo tradicional, coronado de almenas oscuras, que parecían fantasmas asomadas a los muros, sentí una impresión angustiosa, mis cabellos se erizaron involuntariamente y la razón, dominada por la fantasía, a la que todo ayudaba, el sitio, la hora y el silencio de la noche, vaciló un punto y casi creí que las absurdas consejas de las brujerías y los maleficios pudieran ser posibles.

Posdata.- Al terminar esta carta y cuando ya me disponía a escribir el sobre, la muchacha que me sirve, y que ha concluido en este instante de arreglar los trabajos de la cocina y de apagar la lumbre, armada de un enorme candil de hierro, se ha colocado junto a mi mesa a esperar, como tiene de costumbre siempre que me ve escribir de noche, que le entregue la carta, que ella a su vez dará mañana al correo, el cual baja de Añón a Tarazona al romper el día. Sabiendo que es de un lugar inmediato a Trasmoz y que en este último pueblo tiene gran parte de su familia, me ha ocurrido preguntarle si conoció a la tía Casca y si sabe alguna particularidad de sus hechizos, famosos en todo el Somontano. No pueden ustedes figurarse la cara que ha puesto al oír el nombre de la bruja, ni la expresión de medrosa inquietud con que ha vuelto la vista a su alrededor, procurando iluminar con el candil los rincones oscuros de la celda antes de responderme. Después de practicada esta operación y con voz baja y alterada, sin contestar a mi interpelación, me ha preguntado ella a su vez:

-¿Sabe usted en qué día de la semana estamos?
-No, chica -respondí-; pero ¿a qué conduce saber el día de la semana?
-Porque si es viernes, no puedo desplegar los labios sobre ese asunto. Los viernes, en memoria de que Nuestro Señor Jesucristo murió en semejante día, no pueden las brujas hacer mal a nadie; pero, en cambio, oyen desde su casa cuanto se dice de ellas, aunque sea al oído y en el último rincón del mundo.
.Tranquilízate por ese lado, pues, a lo que yo puedo colegir de la proximidad del último domingo, todo lo más, lo más, andaremos por el martes o el miércoles.
-No es esto decir que yo le tenga miedo a la bruja, pues de los míos sólo a mi hermana la mayor, al pequeñico y a mi padre puede hacerles mal.
-¡Calle! ¿Y en qué consiste ese privilegio?
-En que al echarnos el agua no se equivocó el cura ni dejó olvidada ninguna palabra del Credo.
-¿Yeso se lo has ido tú a preguntar al cura tal vez?
-¡Quia! No, señor; el cura no se acordaría. Se lo hemos preguntado a un cedazo.
-Que es el que debe saberlo... No me parece mal. Y ¿cómo se entra en conversación con un cedazo? Porque debe ser curioso.
-Verá usted... Después de las doce de la noche, pues las brujas que lo quisieran impedir no tienen poder sino desde las ocho hasta esa hora, se toma el cedazo, se hacen sobre él tres cruces con la mano izquierda y, suspendiéndole en el aire, cogido por el aro con las puntijeras, se le pregunta. Si se ha olvidado alguna palabra del Credo, da vueltas por sí solo, y si no, se está quietico, quietico, como la hoja en el árbol cuando no se mueve una paja de aire.
-Según eso, ¿tú estás completamente tranquila de que no han de embrujarte?
-Lo que es por mí, completamente; pero, sin embargo, mirando por los de la casa, cuido siempre de hacer antes de dormirme una cruz en el hogar con las tenazas para que no entren por la chimenea, y tampoco se me olvida poner la escoba en la puerta con el palo en el suelo.
-¡Ah, vamos! ¿Conque la escoba que suelo encontrar algunas mañanas a la puerta de mi habitación con las palmas hacia arriba, y que me ha hecho pensar que era uno de tus frecuentes olvidos, no estaba allí sin su misterio? Pero se me ocurre preguntar una cosa: si ya mataron a la bruja y, una vez muerta, su alma no puede salir del precipicio donde por permisión divina anda penando, ¿contra quién toma esas precauciones?
-¡Toma, toma! Mataron a una; pero como que son una familia entera y verdadera, que desde hace un siglo o dos vienen heredando el unto de unas en otras, se acabó con una tía Casca, pero queda su hermana, y cuando acaben con ésta, que sucederá su hija, que aún es moza y ya dicen que tiene sus puntos de hechicera.
- Según lo que veo, ¿esa es una dinastía secular de brujas que se vienen sucediendo regularmente por la línea femenina, desde los tiempos más remotos?
-Yo no sé lo que son; pero lo que puedo decirle es que acerca de estas mujeres se cuenta en el pueblo una historia muy particular, que yo he oído referir algunas veces en las noches de invierno.
-Pues, vaya, deja ese candil en el suelo, acerca una silla y refiéreme esa historia, que yo me parezco a los niños en mi afición.
-Es que esto no es cuento.
-O historia, como tú quieras -añadí, por último, para tranquilizarla respecto a la entera fe con que sería acogida la relación por mi parte.
La muchacha, después de colgar el candil en un clavo, y de pie a una respetuosa distancia de la mesa, por no querer sentarse, a pesar de mis instancias, me ha referido la historia de las brujas de Trasmoz, historia original que yo a mi vez contaré a ustedes otro día, pues ahora voy a acostarme con la cabeza llena de brujas, hechicerías y conjuros, pero tranquilo, porque al dirigirme a mi alcoba he visto el escobón  junto a la puerta haciéndome la guardia, más tieso y formal que un alabardero en día de ceremonia.







sábado, 19 de agosto de 2017

LECTURA PARA DEBATIR

Siempre es emocionante encontrar lecturas que hacen pensar, que nos invitan al diálogo y nos sirven para crecer interiormente. Hoy os traigo un fragmento de una novela corta de Mario Benedetti, "La tregua", esta obra es una novela prima escrita a los 40 años de edad que se formaliza como el diario de Santomé, un oficinista uruguayo a punto de jubilarse. Ese final anunciado de un determinado sentido del tiempo para acceder al ocio y la espera del tiempo para morir, suscita una reflexión sobre lo individual y lo coral. Al tiempo que evoca su propia vida, convoca la de los otros y se pasa del yo al nosotros desde la voluntad de evitar el egocentrismo y la egolatría, incluso en su diario íntimo, secreto.




sábado 17 de agosto


Esta mañana estuve hablando con dos miembros del Directorio. Cosas sin mayor importancia, pero que alcanzaron, sin embargo, para hacerme entender que sienten por mí un amable, comprensivo desprecio. Imagino que ellos, cuando se repantingan en los mullidos sillones de la sala de Directorio, se deben sentir casi omnipotentes, por lo menos tan cerca del Olimpo como puede llegar a sentirse un alma sórdida y oscura. Han llegado al máximo. Para un futbolista, el máximo significa llegar un día a integrar el combinado nacional; para un místico, comunicarse alguna vez con su Dios; para un sentimental, hallar en alguna ocasión en otro ser el verdadero eco de sus sentimientos. Para esta pobre gente, en cambio, el máximo es llegar a sentarse en los butacones directoriales, experimentar la sensación (que para otros sería tan incómoda) de que algunos destinos están en sus manos, hacerse la ilusión de que resuelven, de que disponen, de que son alguien. Hoy, sin embargo, cuando yo los miraba, no podía hallarles cara de Alguien sino de Algo. Me parecen Cosas, no Personas. Pero ¿qué les pareceré yo? Un imbécil, un incapaz, una piltrafa que se atrevió a rechazar una oferta del Olimpo. Una vez, hace muchos años, le oí decir al más viejo de ellos: "El gran error de algunos hombres de comercio es tratar a sus empleados como si fueran seres humanos". Nunca me olvidé ni me olvidaré de esa frasecita, sencillamente porque no la puedo perdonar. No sólo en mi nombre, sino en nombre de todo el género humano. Ahora siento la fuerte tentación de dar vuelta a la frase y pensar: "El gran error de algunos empleados es tratar a sus patrones como si fueran personas". Pero me resisto a esa tentación. Son personas. No lo parecen, pero son. Y personas dignas de una odiosa piedad, de la más infamante de las piedades, porque la verdad es que se forman una cáscara  de orgullo, un repugnante empaque, una sólida hipocresía, pero en el fondo son huecos. Asquerosos y huecos. Y padecen la más horrible variante de la soledad: la soledad del que ni siquiera se tiene a sí mismo.







sábado, 12 de agosto de 2017

UNA DE MITOLOGÍA GRIEGA

Durante estos días, como cada verano, podemos disfrutar todos aquellos a los que nos gusta contemplar el firmamento de la famosa lluvia de estrellas o Perseidas, también llamadas lágrimas de san Lorenzo. Este fenómeno se produce cuando las partículas de polvo y rocas que dejan los cometas en su órbita alrededor del Sol entran en la atmósfera de la Tierra y se volatilizan produciendo un efecto luminoso: los meteoros. El nombre de perseidas se debe a su procedencia, la constelación de Perseo. Precisamente aquí es donde me quiero detener para contaros una historia mitológica que ya inmortalizara en su día Ovidio en su Metamorfosis. Espero que os guste.




                                                 EL MITO DE PERSEO




Cuenta la leyenda que hace muchísimos años, Acrisio, rey de Argos y Eurídice tenían una bellísima hija llamada Danae. Un día, el rey consultando un oráculo supo que sería un nieto suyo el que le daría muerte en un futuro arrebatándole el trono por este motivo. Acrisio decidió encerrar a su única hija, Danae, en una torre de bronce para que no conociera a ningún hombre y, por lo tanto, impedir que tuviera descendencia y se cumpliera la profecía del oráculo.
El todopoderoso Zeus que mandaba de vez en cuando emisarios a la Tierra para que se enteraran de las cosas de los hombres, es informado de la historia de Danae y su extraordinaria belleza. Tan intrigado queda Zeus de lo que oye hablar que decide conocer a la muchacha por sí mismo.
La primera vez que se acerca a la torre de bronce y ve a Danae a través de los barrotes de la ventana queda prendado de su hermosura. Enseguida se enamora de ella y quiere entrar a visitarla, pero no sabe cómo hacerlo.
Un día, mientras Danae está asomada a la ventana mirando al cielo, el único consuelo de su cautiverio, ve como a lo lejos se va formando una tormenta. Las nubes oscuras se acercan a gran velocidad empujadas por un viento huracanado. Danae ríe cuando una torrencial lluvia cae sobre la torre, sabe que ésta es invulnerable y la tormenta no significa para ella más que una distracción. Pero de pronto, entre las nubes oscuras, aparece una nube dorada y resplandeciente que se acerca a la ventana, deshaciéndose finalmente en una prodigiosa lluvia de oro que se introduce en la prisión a través de la ventana, la bella joven se ve de repente rodeada de luz y calor, sintiendo como si unos brazos invisibles y misteriosos la oprimieran.
Danae queda sorprendida por el prodigio, pero aún lo estaría más cuando supo que aquella lluvia de oro era una forma que había tomado Zeus para acercarse a ella y poseerla. Fruto de esa unión nació Perseo. Cuando el niño nació, allí en secreto, su abuelo Acrisio acabó oyendo su llanto. Fue entonces cuando encerró a Danae y al niño en una arca de madera y los arrojó al mar, arca que pescó Dictis, un pescador de Sérifos donde se crio Perseo.
Pasó el tiempo y Perseo creció decidió viajar a Argos, el reino de su abuelo. Acriso, recordando la predicción del oráculo, temió que su final estaba cerca y huyó a Tesalea, aunque no pudo escapar a su destino. Perseo le siguió hasta allí y ambos se encontraron compitiendo en los juegos locales en honor al rey. Durante una de las pruebas, un disco lanzado por Perseo cayó sobre la cabeza de Acriso y lo mató.